El rey mecanografiaba con sus bigotes erizados la carta que habría de enviar al otro lado del río. Era muy estúpido el rey. Mecánico el rey.
Salía vapor sanguinolento de sus orejas, su boca mascaba su lengua que viajaba de un lado a otro.
A su vez en la cocina las tapas rebotaban en las ollas que bramando ensalzaban el aire con el caldo y el guiso y los dulces. El cocinero con la cara húmeda exponía en oraciones largas y en voz alta sus ideas para terminarlas de repente con órdenes cortas. Los ayudantes, estirados hombres negros traídos de un país extraño contestaban a los tropezones.
En la pieza la princesa a los gritos hundía las uñas en la espalda del jardinero mientras este la clavaba y las paredes transpiraban tanto como la princesa que con los ojos gigantes miraba las gotas crecer en el techo.
El sol pleno sobre las tejas.
Un auto llegaba subiendo una rueda sobre el cordón. Bajaba una figura exquisita. Brillantes zapatos, finísimos pantalones, chaqueta y camisa, el cabello cortado con precisión y elegancia, un cuerpo armónico, una postura segura y una mirada sobria. Una gota gruesa de sudor rodaba entre su oreja y su sien. Sacaba del bolso un dispositivo que apoyó en el umbral de la casa que se calcinaba bajo el sol. Se hacía un abanico de luz sobre el dispositivo mientras se dibujaba una mueca de satisfacción en la misteriosa chica.
En la terraza unos músicos debatían sobre cuál era la mejor forma de suicidarse y sobre como llevar adelante una vida que no sirva para nada y en el establo el peón se divertía peinando a los caballos hasta que uno lo pateó en el pecho y luego de ser proyectado contra el muro de piedra quedaba desparramado sobre la paja y la bosta.
La moraleja no existe, las persianas permanecen cerradas hasta que se abren, luego quizá se cierren de nuevo.
jueves, 26 de septiembre de 2013
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